El último mes del 2016 viví una especie de encierro monástico dedicada a la tarea urgente de evaluar los poemarios enviados al Concurso Nacional de Poesía Paralelo Cero 2017, como miembro del jurado de este certamen en su capítulo nacional (Ecuador), convocado anualmente por El Ángel Editor, dirigida por Xavier Oquendo Troncoso.
Consumí poesía a un ritmo no aconsejado para el género y, a ratos, mi cerebro se entregaba a la somnolencia, afectado por esa droga que es la palabra recargada de sentidos. Ni bien entraba en la atmósfera enrarecida de uno de los libros participantes ya debía salir de ella –ojalá ilesa– para introducirme en otra de quién sabe qué riesgos latentes. De la mayoría de estas exploraciones pude volver más o menos entera, con una interesante colección de imágenes y sonidos del paisaje poético ecuatoriano, feliz de haber dado esa vuelta de montaña rusa con todo su vértigo.
Pero de uno de esos viajes no he podido regresar. Uno de esos libros resultó ser un Triángulo de las Bermudas donde todavía rebusco los límites de la palabra mientras lucho por alejarme de su campo magnético. Canciones desde el fin del mundo es el título de este conjunto de poemas –o canciones– de alto riesgo, escritas por Yuliana Ortiz Ruano, que obtuvo la Segunda Mención otorgada por el jurado.
Digo, entre paréntesis, que varios de los libros finalistas del Concurso resultaron ser cantos y me preguntaba –a propósito del reciente Premio Nobel de Literatura al cantante y compositor estadounidense Bob Dylan– si esto de cantar en los poemas, esto de las fusiones poéticas con la música y otras artes no es ya tendencia.
Quise ofrecer a los lectores una breve selección de los textos que conforman el libro, quizás, para no sentir yo sola el abandono de estos versos o para soplar, desde aquí, la vela de la casa editorial que hará pública –ojalá pronto– esta profecía del final de unos tiempos paradójicamente ya vividos.
Cito un fragmento de los versos de Marosa di Giorgio que previenen el desastre del que dará cuenta Yuliana: “Se prolongó la aurora quieta, y al mediodía, el sol se partió; uno fue hacia el este, el otro hacia el oeste” (Los papeles salvajes, 1991). Después arranca un grito prolongado, angustioso, devastador que empieza en el Canto I y termina en el Canto XXX, sin pausas ni respiros de alivio. Un grito que atrapa al lector y no lo suelta. Nunca.
Para experimentar su urgencia, su intensidad, su música… sería indispensable leerlo íntegramente pero propongo, por el momento, estos retazos del grito:
CANTO I
El ombligo de un niño
emite cantos que los habitantes no pueden comprender.
Se asemejan
al trino de un fénix enterrado
en lo profundo del océano.
Los dedos de los pies
le sirven de cuerdas musicales.
El niño
no tiene oídos, pero las masas
se han reunido a escucharlo.
¿Para qué seguir oyendo canciones de amor si en pocos segundos
nuestros huesos serán partículas en el seno
de una estrella sin nombre?
CANTO II
Una mujer
hace de su útero
una ocarina.
Pariendo hijos al viento,
construye
una partitura amorfa.
En lo alto de una montaña
la tierra hierve.
Se levanta.
La mujer sopla con fuerza.
La tierra tiembla
caen edificios.
La ocarina
sigue dibujando
niños que chillan
en el aire.
Ojos exoftálmicos
en el rostro de una madre
que fue condenada por su sexo.
CANTO IV
Con el corazón
envuelto en una manta:
al pie de un hombre
le ha crecido boca.
Me quedo,
en medio de la trifulca
escuchando el canto
de un reprimido.
El hombre
tiene el rostro apático
pero sus pies
están gimiendo.
La gente
no puede oírlo
yo puedo oírlo.
Mi corazón
en la manta
late al ritmo del músculo hueco
tengo miedo de que explote.
CANTO VII
Hemos vuelto a ser niños.
La tierra
está habitada
por huérfanos
que se mueren de hambre.
Una mujer
construye un tambor en su vientre
apacigua el sonido del rin gong.
Esto es el fin.
Que alguien venga
y nos mire temblar
Con el corazón
envuelto en una manta:
veo el rostro
de mi padre
sobre el cielo,
al lado de él
una serpiente
que me mira a los ojos.
CANTO VIII
Padre
ya no quiero canciones
como látigos
en mis sienes.
Padre
he quemado
antes de marcharme
tu colección de discos
¿por eso el mundo
ha caído
como un cuerpo inerte
al agua?
Padre
quiero tatuarme
en la palma de la mano
los sonidos que compondrán
los planetas cuando se choquen.
Himnos nacionales
se pierden
en un agujero negro.
Hemos vuelto a ser Pangea.
Padre
solo los débiles
sobrevivimos.
CANTO XIII
He creído
que soy producto
de una lobotomía.
La extracción
de la desgracia en la cabeza de mi padre
y la prostituta reprimida
amordazada
en el cerebro de mi madre.
Eso soy:
quince mil canciones
enterradas bajo un árbol
de guayabas
muerto
en el patio de una vieja sumisa.
Nunca quise lastimar a nadie,
yo no quise nacer navaja.
Siempre he creído
que soy producto de una lobotomía.
El cerebro desgastado
por la noche
y la droga de mi padre
más el deseo coagulado
en el sexo de mi madre.
Soy producto de una lobotomía
el sabor amargo
de los viajes
y el hambre de mi padre
con las costras
de lavandera infantil
en la espalda de mi madre.
Nací agujero,
caballo sin ojos
en medio de la maleza.
Serpiente
con tenazas de cangrejo.
Cancerbero
de cabezas mutiladas.
Siempre
he creído que soy
producto de una siniestra lobotomía.
CANTO XV
Sé de padres enamorados de sus hijas.
Sé de hijas
que aman a sus madres.
Sé de madres
ilusionadas con los hijos de otras.
Sé de mujeres
que se comen a sus hijos
y los vomitan en las laderas.
Sé de una casa
llena de fieras mantarayas
como sábanas
sobre las camas húmedas
y cocodrilos como corsarios
de niñas vírgenes.
Tener los ojos hacia afuera es difícil
no solo por los guijarros
haciendo hogar entre tus córneas
sino porque hacia adentro
todo es tiniebla.
Sé de huesos,
músculos;
nervios,
linfa,
pero no he podido verme sangrar.
La sangre tiene toda nuestra información,
pintar con sangre
es ponerte al descubierto.
El menstruo en los botes de basura
está cargado de nuestra historia.
Sé de pitonisas que leen el futuro
chupando nuestra sangre
como mosquitos de carne y hueso.
Sangro ocho días al mes
para olvidarme de mí
para que la compresa
a más de llevarse un óvulo muerto,
se lleve mi niñez
y que ella se pudra bajo la tierra.
Sé de carreteras
y de fauna ecuatorial,
pero no puedo leer
el libro escrito en mi torrente sanguíneo.
Un poema es una gota de sangre
sobre la grupa de un blanco equino
que corre despavorido y lee el
poema/gota/sangre
al corazón
de las piedras olvidadas en el río.
CANTO XXV
¿Qué se necesita para engendrar hijas tristes?/ Me pregunto mientras rasco las costras de la pared donde tengo dibujado un árbol pérfido/ de donde cuelgan como manzanas de carnelos rostros de mis parientes/¿qué se necesita para engendrar hijas tristes?/ Me pregunto y el árbol asiente/como si sus ramas intentaran darme un abrazo/ el abrazo de la muerte/se sufría en la vieja casa familiar/ las mujeres dormíamos con un ojo abierto/con nuestras hermanas adheridas a nuestros cuerpos/para evitar que los primos nos tocaran/mientras escuchábamos cómo los tíos desvirgaban a las empleadas adolescentes en la cocina/ niñas arrancadas de sus hogares/al norte cruzando ríos y subiendo cerros/ del tamaño de la casa/ donde les prometían prosperidad y seguridad donde ni nosotras/ las hijas y nietas del árbol lo estábamos/¿qué se necesita para engendrar hijas tristes?/ Me pregunto/y todavía éramos obligadas a sonreír/a estar alegres/a recibir las bendiciones de los mismos hombres que en la noche con nuestras hermanas como prolongaciones de nuestros cuerpos eran los monstruos de los que teníamos que huir/ y todavía nos preguntan por qué la rabia/ ¿acaso tengo que agradecerle a mi madre que cobije con bondad la mano que se metió en la inocencia de mi hermana?/Rasco la pared que empieza a sangrar/descubro el árbol y emergen sus rostros y dioses/extraigo mi estómago para evitar vomitar sobre ellos/¿qué se necesita para engendrar hijas tristes?/Se necesita nacer en el centro del mundo/no tan al centro/al norte mejor/se necesita llevar un apellido con R/y creer en la moral propia/seguir creyendo que es bueno que las hijas duerman solas/como trozos de carne en mitad de la sabana/Para engendrar hijas tristes solo se necesita ser madre/y luego confesarles que nunca se quiso al padre/que el padre era un vicioso/que hay que querer a los tíos y a los primos sobretodaslascosas/aunque ellos descubran colmillos como feroces simolodones y se disputen tu piel/¿qué se necesita para engendrar hijas tristes?/Me pregunto/y lo que veo es el rostro de las mujeres que fui/reposando amordazadas/en la mesa de noche a un costado de mi cama.
CANTO XXVIII
Necesito que me sostengan,
que en el viento se abra una boca
y diga la fecha del final de este incendio
y la existencia vegetativa.
Necesito que la lengua de mi madre se vuele,
que deje de llamar diciendo;
hijo/esposo/miedo
sobre todo esto;
miedo del hijo que aún no tengo.
Miedo del fracaso genético.
Quiero creer en un dios sin karma
y sin horizonte.
Quiero rezar por la juventud eterna
para que los que esperan la caída de este cuerpo
no la vean.
Miradas
descendiendo
en forma de agua sobre mis raíces.
Quiero levantar un altar a la infertilidad;
rezar por la dicha de llegar sola al final de mis días
escribiendo versos con alzheimer.
Rezo para que mi vientre se seque
y dentro de él
sople la arena del desierto de Tacna
formando la duna de mi destino.
Rezo para que toda la sal del Uyuni
anide en mi espalda.
Quiero creer en un dios sin barbas ni arrugas
¿quién dijo que solo la vejez
es sinónimo de sabiduría?
Quiero creer en un dios
que no cante por los niños
que cante para sí
sin mentirle a nadie.
Quiero creer en un dios
a mi imagen y semejanza
que camine conmigo por callejones oscuros
y beba en la misma mesa
de los poetas que lo maldicen.
Ortíz Ruano, Yuliana. Canciones desde el fin del mundo. Segunda mención de honor del premio Concurso Nacional de Poesía Paralelo Cero 2017. Textos inéditos.
La crítica y la autora de esta reseña no se conocen. Las críticas eligen libremente los textos y l@s autor@s de quienes se ocupan.
Yuliana Ortíz Ruano (Esmeraldas, Ecuador, 1992) es poeta y gestora literaria independiente. Co-editora del blog Cráneo de Pangea. Ha publicado sus poemas en antologías diversas. Ha obtenido el segundo premio del concurso de poesía Paralelo Cero 2017.
Yuliana vuelve se sorprender con sus canciones, poemas llenos de menstruación, de desequilibrio emocional, de pesadumbre, un poemario que avanza hacia la muerte que, a la rastra, se aleja de cualquier luminosidad. Un poemario cargado de sufrimiento desesperanza, un poemario sentado en una esquina con las palmas de las manos cubriendo los ojos a la espera de ser abusado o golpeado. La hablante siempre sorprende por el excelente uso del lenguaje, la metáfora asomando como esquirla “no quise lastimar a nadie, yo no quise nacer navaja”.
Este nuevo trabajo de Yuliana no se despega mucho de Sovoz, viene sobrecargado de hijas tristes, hombres abusadores, mujeres que se comen a sus hijos, caballos sin ojos, costras, hambre, muerte….
Por suerte dentro de todo, nos salva la poesía.