Infancias de aquí o de allá.
Resumen: Los cambios fundamentales producidos desde el feminismo en las epistemologías, saberes e imaginarios, no sólo han involucrado a los colectivos de mujeres, sino también a los varones, mediante la desestabilización de las certezas alrededor del sistema de sexo/género. El cine ha sido cuestionado desde las teorías críticas feministas por ser una tecnología orientada a reforzar los esquemas no sólo binarios sino edípicos a la hora de abordar los lazos familiares. Un cine más reciente propone otro tipo de mirada, acorde con nuevos modos de entender el parentesco, lo que implica cuestionar los roles así como ofrecer modelos alternativos de masculinidades. Estas temáticas circulan por los canales globales que, si bien dan la impresión de ofrecer una enorme ubicuidad, siguen funcionando a partir de prácticas hegemónicas en la distribución. A pesar de eso, parece haber cierta sintonía entre filmografías en apariencias alejadas como pueden ser la austríaca y la argentina, lo que subraya los marcos transnacionales de producción de significados. Teniendo en cuenta este horizonte, se trabajarán tres películas dirigidas por mujeres: la austríaca Die Vaterlosen (2010) de Marie Kreuzer, junto con dos películas argentinas La tercera orilla (2014) de Celina Murga y XXY (2007) de Lucía Puenzo.
Palabras claves: mirada infante – teoría queer – masculinidades – cine contemporáneo
Ideas para una mirada infante en el cine
¿Es adulta la mirada? Tomamos como punto de partida la paráfrasis de aquella interrogación que lanza Ann Kaplan en un texto de 1983, “Is the Gaze Male?”, cuando se propone discutir la condición de la mirada en tanto que masculina, una cuestión central en las discusiones de la teoría crítica feminista de cine. Es decir, la pregunta apunta a poner en evidencia los vínculos entre el aparato cinemático y las estructuras arraigadas en un subconsciente que se presenta ya como formateado por el sistema patriarcal. El patriarcado deja sus marcas en el lenguaje y, por lo tanto, en todos los sistemas de representaciones que se derivan de él. Es lo que Teresa De Lauretis denominará, retomando a Foucault, las “tecnologías del género” (1987). Esta estructura de fuerte índole prescriptiva, puesta al servicio de los ordenamientos y jerarquizaciones en torno a la sexualidad, no sólo sostiene una matriz de tipo heterosexual, lo cual determina la regulación del deseo y define su orientación. También establece otros binomios regulatorios que prescriben los tiempos y definen los usos de los espacios. Uno de ellos es la oposición infante/adulto. La línea que demarca esta forma de différance, y que propone uno de los modos de la otredad, se construye a partir de la noción de entrada en el lenguaje, lo cual implica la entronización del sujeto en el ámbito de lo simbólico, por lo tanto de la Ley, que como todos sabemos, le pertenece al Padre.
Retomamos la idea de David Oubiña cuando se refiere a la niñez y a la adultez como “categorías políticas enfrentadas” (42). Cuando Oubiña sostiene que el cine es el arte de la infancia, continúa con un pensamiento que toma del escritor Witold Gombrowicz: la idea de un principio de inmadurez o un “resto como caprichoso o inasimilable que se resiste al significado pleno” (49). Al concretarse bajo la forma de un acto de resistencia, pone en cuestión la supuesta verdad de los sentidos comunes. La infancia sería, entonces, para este autor más que un tema; configura una perspectiva crítica. Lo denomina también “un teatro de operaciones” (49). David Oubiña aplica esta idea a una obra muy particular, la de Jean Vigo, en la que ve una naturaleza combativa más vinculada con el momento liberador de la furia y no tanto con un sistema de bandos enfrentados. Por otro lado, también es cierto que confluyen en esta visión de la infancia ciertos tópicos o maneras de entenderla que terminan cristalizando en regímenes de representación. La infancia aparece considerada en un momento que es pre-social, ajeno a los códigos y las convenciones. Allí radicaría su potencia subversiva o contestataria.
Oubiña termina coincidiendo con uno de los postulados de la crítica feminista Laura Mulvey, al afirmar que el cine, aun siendo el medio más apto para producir una ilusión de reproducción del mundo, permite no obstante desmontar el automatismo perceptivo (50). Vale la pena recordar que una de las conclusiones del célebre ensayo de Mulvey, “Visual pleasure and narrative cinema”, publicado en el año 1975, afirmaba que el lugar de la mirada es aquello que define al cine, por lo tanto a la posibilidad de variarlo y de exponerlo (2000: 46). Se trataría en todo caso de explotar las contradicciones presentes en un sistema intrínseco al film, a saber, la posibilidad de desplazar el énfasis puesto en la mirada. Eso se logra, según Mulvey, si se produce una ruptura del código cinemático que recrea tanto un rostro, como un mundo y un objeto. Su propuesta es que debería tomarse como guía la capacidad del cine de romper con las expectativas usuales del placer visual, en vistas a concebir un nuevo lenguaje del deseo (36).
Es posible comprobar que esta línea de separación que traza dos territorios de manera ineluctable, ya que a la infancia no se vuelve, parece ser puesta en cuestión una y otra vez por el cine que desde sus orígenes ha codificado de forma bastante precisa las maneras en que se trabaja el tópico de la infancia (Lebeau). La etapa inicial de la vida se presenta ante la conciencia adulta como un “lugar contradictorio”, al que sólo es posible acceder mediante la experiencia estética (Alvarado y Guido, 6). Esta constatación es actualizada de modo recurrente, frente a la clara conciencia de que dicho sujeto, en el cual el adulto en apariencias sólo intenta verse a sí mismo, está “en otra parte”. Evidentemente el cine, a través del medio que le es bien propio, es decir la imagen, hace posible recuperar algo de esa experiencia de falta de habla, la del in-fans, a través del gesto y de su puesta en escena. Lo hace notar Jorge Larrosa a propósito de ese “rostro enigmático” que instituye la niñez (17-24). Pero también porque sirve a una construcción temporal que permite reactivar la escena de la rememoración. En ese sentido es que María Cristina Soares piensa al cine como una invitación al juego que promueve el encuentro entre las imágenes de la infancia del autor y las del espectador. Esas imágenes, mediante el cruce de tiempos y espacios, se enfrentan con la cultura. Dicha “materia de la memoria”, que incluye básicamente espacios, objetos, rostros, palabras, se instala como lugar que permite esa confluencia, a partir del ejercicio de recordar. Funciona como un juego de proyecciones, en cierto modo otra ficción: “Allí cambiamos imágenes y al aceptar la invitación del director sentimos que él también participa de nuestras imágenes al reconocerlas en la pantalla” (183).
Según Vicky Lebeau, el infante emerge en el cine antes que nada como espectáculo, permitiendo a la audiencia adulta recuperar ese lugar de la infancia, gracias a su capacidad de emitir un punto de vista (394). Por otro lado, el dominio de la categoría que ella denomina el “infans”, se vincula a la heterogeneidad de la imagen, a aquello que en la imagen se resiste a la traslación de las palabras, de la narrativa o de la interpretación. El espectáculo del niño en la pantalla, sostiene Lebeau, ha sido el lugar de cierta negociación que se da en la subjetividad en la medida en que esta tiene que abandonar dicho espacio para entrar en el mundo del lenguaje, la cultura, la comunidad. El niño representa esa frontera de la otredad, un espacio y un tiempo que conocemos sin conocerlo realmente. Esto permite pensar, a propósito de ciertos tópicos ligados a la figura del infante en el cine, su utilización en términos de recrear mediante la mirada por sobre todas las cosas la idea de límite, de frontera, o de un lugar al que se desea establecer a partir de su rasgo de inalcanzable.
Ahora bien, nuestra interrogación apunta a lo que sucede cuando ponemos el foco en la mirada que es intra-diegética, cuando está a cargo del personaje infante. Porque como sostiene Larrosa, ese rostro al que decodificamos como “enigmático”, a la par que se ofrece a la mirada, es algo que nos mira. El cine se enfrenta y nos enfrenta como espectadores con la mirada del infante (22). Para Larrosa se trata de una manera de des-automatizar la mirada, porque la infantil suele ser una que en principio no proyecta opiniones o valores sobre las cosas. Por su parte, Carlos Losilla opina de manera más específica que en el cine hollywoodense de post-guerra, la irrupción de la mirada es un elemento más de un proceso al que llama de “descalcificación”, porque mina la “transparencia clásica”. La mirada infantil, a partir de su turbulencia, desbarata la noción de mirada omnisciente. Su irrupción en el plano da a entender que el cine ya no depende de un punto de vista único (104). Losilla le adjudica un poder que adopta la forma de una “vocación vampírica”, en la medida en que absorbe el mundo y lo rearma a su voluntad, sea esta demoníaca o ingenua. Y da ejemplos de dos líneas posibles: una que ve en la infancia una especie de encarnación del Mal; y otra que realiza transgresiones a la lógica, para terminar afirmando valores conservadores ligados a la familia tradicional.
En las películas que vamos a analizar, los personajes a los que consideramos todavía dentro de esta categoría de la infancia, se caracterizan por ejercer el rol del voyeur. En parte esto se debe a que la narración busca subrayar el estadio de pasaje en el que se ubican: de estar en tránsito hacia, pero no haber llegado del todo. Estos sujetos infantes no son dueños todavía de una agencia; es decir, aún no se les concede la voz. No la tienen en sentido simbólico, algo que se materializa en su carencia de voto, por lo tanto de participación plena de la ciudadanía. A su vez, el gesto del voyeur suele ser interpretado como una formulación tácita de empoderamiento, porque el que asume la mirada, lo hace como un modo de ejercer el control.
De Argentina a Austria, ida y vuelta
En primer lugar, abordaremos el más reciente largometraje de la directora Celina Murga, La tercera orilla (2014). La cuestión de la mirada aparece puesta de relieve ya desde el cartel mismo que publicita la película. En este paratexto se llega a ver un primer plano del rostro del protagonista, Nicolás (Alian Devetac), que aparece recortado por una silueta algo garabateada de lo que se percibe como una familia. Sobre todo, resalta la figura más voluminosa de un hombre, el padre, y de un niño con el cual está conectado. Ese primer plano de Nicolás se va a repetir a lo largo de la narración con bastante insistencia, para subrayar su posicionamiento en tanto que observador. Comienza ya en la primera escena, cuando mira a través de la puerta vidriada a sus padres en la cama y es testigo de la frustración de la madre, que ella intenta todo el tiempo ocultar a los hijos. A pesar de la profundidad de esa mirada de ojos claros, el rostro de Nicolás se muestra enigmático ante el espectador. En general no trasluce sentimientos, sino que denota una actitud que todavía parece cauta, de mera observación. Resulta bastante difícil saber en qué dirección reaccionará el adolescente ante la serie de hechos que se van encadenando y que más que síntomas de una crisis personal, son consecuencia de un particular entramado familiar.
La película encara en principio una temática social, la de la familia ilegal o paralela, signo de una sociedad tramada desde los discursos dobles y la hipocresía. Pero antes que nada pone en escena el fracaso de un modelo, el patriarcal, que está en la base de una estructura comunitaria formateada desde un claro sistema de jerarquías, distribución de roles, que determina la dirección de los deseos de los otros. El padre, Jorge (Daniel Veronese), da cuerpo a un patriarca clásico, aunque muestra ya una serie de matices que lo hacen verosímil para el presente. No es un personaje violento, sino más bien distante y ensimismado. Es el dueño de la tierra y de la hacienda, se complace en el uso de las armas. Además da cuerpo a una figura de respetabilidad social a causa de su profesión de médico. Esta primacía le permite tomarse ciertas libertades, como la que implica tener dos familias, una legal y otra paralela.
El conflicto con Nicolás, que por un lado es su hijo primogénito, pero por el otro pertenece a la segunda familia (hecho que lo sitúa en un lugar subalterno), tiene que ver con la transmisión de la herencia. Esta idea que se convierte en excluyente para el padre, implica no sólo el traspaso de las propiedades materiales (la chacra, la colección de armas), sino de la profesión y de toda una serie de valores codificados desde el machismo más rancio. El ejemplo más craso es la visita a la prostituta, que el padre propone como un regalo de cumpleaños. Este padre representa a lo que Elisabeth Badinter describe como la figura del “hombre mutilado”, resultado del sistema patriarcal. Badinter se refiere a un varón incapaz de lograr la reconciliación entre su herencia paterna y materna, lo cual ha engendrado un tipo de masculinidad que está en la base de la cultura de violencia que experimentamos a diario (201). La película de Celina Murga pone en escena la confrontación con una nueva generación que ya no se ve más reflejada en este paradigma. Como resultado de la violencia soterrada que sufre, el protagonista hacer volar por los aires al menos los signos materiales que le otorgan visibilidad a semejante esquema. Es decir, la hacienda. Resulta sintomático que tanto en esta película como en un largometraje anterior de la autora, Una semana solos (2007), los niños y adolescentes dirigen la violencia explícita hacia las posesiones materiales y las propiedades. Esto supone una respuesta de signo político a su situación de ser tratados por los adultos como meros objetos de la mercadotecnia, tal es el caso de Una semana solos, o de simples piezas en el sistema de intercambio intrafamiliar, algo más subrayado en La tercera orilla.
En varios sentidos, la película de Murga puede ser asociada con el primer largometraje de la directora austríaca Marie Kreutzer, Die Vaterlosen (The Fatherless, 2011). Los planteos de esta película también giran en torno a la pregunta de qué es una familia, ante la evidente certeza del fracaso del modelo nuclear. A diferencia de la película argentina, Die Vaterlosen reflexiona a partir de un paradigma familiar alternativo, el que podría ser definido como “postmoderno”. La familia propuesta en este relato ya no es una célula, sino una “máquina deseante” (Roudinesco). Se trata del experimento social que fue la vida en comunidad, das Kollektiv, un modelo rizomático mediante el que se intentó –justamente- desmantelar las jerarquías verticales, los sistemas de propiedad, y los esquemas capitalistas de producción. Los “hijos” aquí son numerosos, y la perspectiva no se encuentra concentrada en un sólo personaje. Otra diferencia que es necesario hacer notar, radica en que nos confrontamos con una trama narrativa más compleja. La historia se desarrolla a partir de dos líneas temporales, la que se refiere a la infancia y otra ubicada en el presente de la narración, en donde los personajes de los hijos se encuentran ya en los comienzos de la vida adulta. El momento de pasaje está ocluido de la narración, y es lo que el espectador deberá reconstruir mediante la rememoración de los personajes.
Dentro de este conjunto heterogéneo, resalta la figura de Kyra (Andrea Wenzl), la joven que reaparece luego de veinte años en esa casona en medio del campo, para sorpresa del resto. El detonante del reencuentro es la muerte del padre, lo que congrega a los hijos en torno del ritual del enterramiento. En parte Kyra corporiza ese retorno de lo reprimido, no sólo porque su presencia había sido denegada del esquema comunitario, sino porque al volver, al igual que el fantasma, abre nuevamente la posibilidad de restablecer un lazo que la sociedad considera tabú: la relación amorosa con el hermano. Aunque Niki (Philip Hochmair) no es literalmente su hermano, hay algo de incestuoso en este vínculo. Kyra representa en algunos sentidos, lo abyecto.
Como telón de fondo no está solamente la casa. Casi una metonimia de ésta, aparece la figura de ese padre omnipotente que convoca en torno suyo a los hijos una vez más. Hans (Johannes Krisch) fue el propiciador de esa comuna, el dueño de la propiedad que si bien la pone a disposición de los otros, no lo hace sin condiciones. Es reconocido por el resto como el jefe de esa tribu, algo con lo que se ironiza mediante la corona de plumas que usa para regocijo de los niños. Hans aparece como un personaje tramado desde las ambigüedades. Se relaciona con cada uno de los otros desde diversas posiciones, dando lugar a una mayor amplitud de matices. Pero no deja de ser una figura patriarcal, viril y logocéntrica, que determina el bien y el mal, y se establece como autoridad. A partir del trabajo de rememoración, estos “hermanos” llevan a cabo lo que el personaje (exógeno) de Sophie denomina con sarcasmo la “constelación familiar”. Pero es antes que nada la mirada de Kyra la encargada de ir demoliendo al Tótem. Kyra actúa en ese sentido como una especie de Antígona. Este personaje mítico, según Judith Butler, es el que viene no sólo a confundir los lazos de parentesco. Pone en vilo a la Ley misma, mostrando su exterior constitutivo, lo que ella denomina la “aberración” en el corazón mismo de la norma (2000).
Por último, vamos a referirnos a XXY (2007) de Lucía Puenzo. Aquí tenemos otra vez a un personaje adolescente que termina desbaratando los sistemas establecidos, en este caso los de sexo/género. No sólo por ser intersexual, lo que convierte a Alex (Inés Efron) en una figura “monstruosa”. La película realiza una serie de planteos que incluyen los procesos de normalización, tanto físicos como psicológicos, que todo sujeto experimenta desde la infancia en adelante, así como las agresivas intervenciones médicas determinadas por el biopoder. En el acto de no dejarse definir por los sistemas de sujeción, Alex obliga a los demás personajes a plantearse el lugar propio dentro de un esquema preestablecido de roles. La película está montada sobre un juego de simetrías que atraviesa el relato de manera horizontal, mediante la oposición entre Alex y Álvaro (Martín Piroyansky); pero también vertical, a partir de las dos figuras paternas: de Kraken (Ricardo Darín) y Ramiro (Germán Palacios), respectivamente los padres de Alex y de Álvaro. El intersexual Alex, figura que ha sido definida como queer por su capacidad de fluctuación y de crear una identidad a partir de sus actos sexuales, permite que se produzcan una serie de traslaciones (Medak-Seguín, 3). Lo que parece en principio el conflicto de un sujeto en tránsito hacia la adultez, a causa de las decisiones que esto implica en su caso particular ya que tiene que definirse por uno u otro polo del bimorfismo sexual, en realidad expone las presiones a las cuales están sometidas todas las subjetividades, sean estas de hombres o de mujeres.
En cuanto a la figura del Padre, está desdoblada en dos modalidades que ofrecen un diagnóstico, a la vez que una posible salida. Ramiro encarna el modelo de masculinidad que ya mencionamos como el del “varón mutilado”. Resulta un personaje que no despierta empatía en el espectador. Esto se debe al modo autoritario y castrador con el que encara su relación con su hijo Álvaro. Pero, al igual que el personaje de Jorge de La tercera orilla, no resulta del todo imposible percibir una fisura. Esta escisión permite ver la cuota de sufrimiento que el sistema patriarcal ejerce sobre las subjetividades masculinas. Adquiere la forma de mandatos irrevocables, determinadas concepciones en torno del éxito, y disposiciones férreas sobre los modos de expresar los afectos. En el polo opuesto a Ramiro, se contrapone la figura de Kraken, un personaje con mayor capacidad para reconocer su vulnerabilidad. Kraken representa a un sujeto que logra acompasarse a los movimientos de su hijx Alex, quien es capaz de moverse de su lugar y aceptar el desafío de lo irrepresentable.
Kraken posibilita mediante la aceptación de lo que decida Alex, dar emergencia a lo que Badinter define como un “hombre reconciliado”, aquel que ha logrado asumir tanto lo masculino como lo femenino en la configuración de la propia subjetividad, resultado de la aceptación de una doble herencia, lo que se suele marcar con las letras X e Y. Esto es porque corporiza un modo de masculinidad que consigue reconciliar fuerza y fragilidad, sin sentir por eso amenazada su virilidad. El personaje de Kraken permite una posible reconciliación con la figura del Padre, a partir de lo que Julia Kristeva teoriza como el “padre luminoso”. Se refiere a una modalidad arcaica de la paternidad, previa al surgimiento del Nombre, es decir del orden simbólico, por lo tanto del estadio del espejo. Este Padre es anterior a la figura edípica, que es la que produce la separación, el juicio y la identidad. El Padre imaginario le permite al sujeto la entrada a una modalidad que es frágil, pero a la vez gozosa (Kristeva, 105). La rebelión de Alex no lx conduce a nada específico, pero funciona como una fuerza disolvente que proviene de un lugar más atávico. Este lugar es aquel en donde le resulta posible como sujeto conectarse con ese Padre luminoso. Se trata de una instancia contradictoria de la subjetividad, en donde la jouissance se encastra con un caos originario, tal y como se sugiere en las escenas de apertura de la película, que se repiten de diversos modos y que nos trasladan al fondo del océano.
Las tres historias, aunque provienen de rincones algo alejados, nos exponen como espectadores ante las fisuras de la institución familiar desde escorzos diversos, pero tomando como matriz común una mirada inquisidora, la de los hijos, hijas, e hijxs. Esta mirada se erige en clara contraposición con la de los padres, un tema más antiguo que la familia misma. La construcción de dicha mirada por parte de una cinematografía actual supone la estrategia cinemática de hacer evidente y resaltar la invisibilización de ciertos sujetos dentro del entramado social. Al hacerlo, pone en escena también las posibilidades de su empoderamiento. En primer lugar, siguiendo la premisa de Laura Mulvey, concibe un nuevo lenguaje para el deseo de estos sujetos que hablan desde un espacio fronterizo, un lugar de tránsito que no está definido desde una posición, sino que se propone como especulando entre varias opciones. Libera en ese sentido una serie de fantasías que son factibles de visualizar en el cine, pero no tan accesibles más allá de la pantalla, como es posible comprobar a diario. Los discursos en torno a la adolescencia tienden a estigmatizarla. El cine puede constituirse, entonces, en ese espacio de liberación que abre las posibilidades de la representación al refigurar, en términos de Rancière, una nueva repartición de lo sensible, haciendo emerger y dándole forma a lo irrepresentable.
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