Mater macabra, de Tania Huerta

Mater macabra, de Tania Huerta

Es un honor para mí escribir sobre el primer libro de Tania Huerta. Primero porque le debo haberme salvado del horror de la pandemia. Se acercó a mí desde el más profundo y oscuro de la Pachamama como un rayo de luz, cuando recién nos encerraron, para darme un reto: entrar en el universo de la literatura fantástica. Eso tuvo un efecto paradójicamente liberador para mí, hasta ahora. Siempre le voy a agradecer por eso. Segundo, el libro que voy a comentar ahora sintetiza, creo yo, todas las fuerzas que nos hacen humanos y sobre todo mujeres, invitándonos a liberarnos de siglos de opresión. Tercero porque muy raras veces he sido tocada por una estética tan poderosa para llevar esas energías a nuestras almas, vía la escritura.

Recuerdo que Tania me dijo en una de nuestras infatigables conversaciones que su reto era hacer del género del horror y terror un género realmente literario, es decir que pueda competir con el género realista dominante en el Perú: obras de arte a nivel de estilo y construcción. Este reto puedo decir que lo superó, gracias también a la gran labor editorial de Rocío Quispe aquí presente, colega y amiga del colectivo Qhipa Pacha que nació junto a Tania y otros 11 escritores fantásticos.

Desde sus primeras líneas, Mater macabra reafirma la naturaleza profunda de los cuentos y mitos que forjaron nuestro inconsciente colectivo femenino, liberándolos de la cucufata ganga que siglos de pudibundo espíritu les han impuesto. Nos sumerge en el universo gótico de la época victoriana de las hermanas Brönte y Allan Poe, revisitada por Agatha Christie, pero que hubiera echado sus tentáculos húmedos hasta los salones de las tapadas chismosas de la Lima antigua. Entramos en esas macabras historias tomando café como invitados voyeurs, confortablemente instalados en el sofá de la boutique de “La belle morte” y junto a cuatro viejas amigas (“La dueña de la Boutique”, “La del rostro de princesa”, “La que parecía una bailarina”, y “La del vientre vacío”) que van contando sus historias una por una, levantando el dedo meñique. Al igual que las Parcas de la mitología griega que controlaban el metafórico hilo de la vida de cada mortal e inmortal desde el nacimiento hasta la muerte, ellas son el hilo conductor de esos cuentos que abren al lector las puertas de las distintas figuras que pueden tomar la psique de la mujer salvaje. Las historias van creciendo poco a poco y como si nada, de lo raro hacía el horror extremo en cada parte, adentrándonos cada vez más profundo en la oscuridad de nuestras almas y herencias familiares en diversas épocas y zonas geográficas.

La dueña de la boutique nos invita a explorar la parte oscura de la psique de la mujer dentro de la estructura familiar. Ella cuenta, desde la vejez hacia la niñez, cómo yéndose hacia el origen del mal, y como si se tratase de una sola protagonista en las 7 historias (lectura mía), cómo una anciana logró prolongar sus años dorados de la manera más inmoral; luego cómo germinó en ella la idea de su atelier de moda “La belle morte”, luego investiga el impacto del último beso de una abuela a su nieta, luego narra la mala entraña que puede generar en una llevar otro nombre que el de las mujeres del clan familiar; sigue con la historia del compromiso de una adolescente con el diablo, luego va creciendo con la de la adopción de una huérfana por padres abusadores, y culmina con la historia la más horrífica de la esa parte, haciendo hablar a una muñeca de nombre Valentina que desata sus pulsiones de venganza, recordándonos nuestros primeros miedos de infancia: cuando los objetos tomaban vida en la oscuridad de nuestros cuartos y nos amenazaban.

Sigue «La del rostro de princesa», la que nos invita a reinterpretar los cuentos de hadas.  Como bien dice la psicoanalista Clarissa Pinkola Estés en el prólogo de Mujeres que corren con los lobos: “Los cuentos de hadas ponen en marcha la vida interior, y eso reviste especial importancia cuando la vida interior está amedrentada, encajonada o acorralada”,(…) “Pero a veces, varias capas culturales desdibujan los núcleos de los cuentos. Por ejemplo, en el caso de los hermanos Grimm (entre otros recopiladores de cuentos de hadas de los últimos siglos), hay poderosas sospechas de que sus confidentes (narradores de cuentos) de aquella época «purificaron» los relatos para no herir la susceptibilidad de los piadosos hermanos (…) De esta manera se borraron los cuentos de hadas y los mitos que explican los antiguos misterios de las mujeres. Casi todas las viejas colecciones de cuentos de hadas y mitos que hoy en día se conservan se han expurgado de todo lo escatológico, lo sexual, lo perverso (incluso las advertencias contra todas estas cosas), lo precristiano, lo femenino, las diosas, los ritos de iniciación, los remedios para los distintos trastornos psicológicos y las instrucciones para los arrobamientos espirituales.” En esta parte, La del rostro de princesa, una suerte de Rapunzel revisitada, descabeza los príncipes azules para liberar de sus cadenas y condenas perpetuas a las Auroras, Cenicientas, Blancanieves salvajes que duermen en nuestra ADN desde siglos para hacerles correr con los lobos, como lo diría otra vez la psicoanalista Clarissa Pinkola Estés, tanto por los salones del Palacio de Versalles del siglo XVII, como para hundirlas en las bestialidades de los libertinos de aquella época. —”Yo no merecía tanta espera, pronuncia la princesa Aurora, saboreando una gota bermellón que cae en sus labios rojos como el carmín”.

Con «Aquella que parecía una bailarina» penetramos en la habitación de los dolores infligidos a los cuerpos de las mujeres por la puerta de la aristocrática Lima colonial cuyas “tapadas” encarnan por sí solas la hipocresía al servicio de la Santa Inquisición y de la religión en general. Esconden pequeñas vampiras y querubines de alas marchitas que reinterpretan los atributos y vestimentas de la niñez (zapatillas de charol, zapatillas de ballet, tutús, vestidos de novia) para vengarse de los abusos. El uso de cuentos tradicionales como él de “Los zapatitos de charol” nos encariña con las que desobedecen los consejos, bailando y bailando hasta quedar agotadas e inmunes a la lección de valorar lo que las demás personas hacen por ella. Los que quedan castigados en esa parte del libro son los de los supuestos liberadores, figuras expiatorias lideradas por siglos de interpretación equivocada de la religión que inventan la culpa como arma perfecta: los pies de Cristo “sangrando sobre la cruz de madera con líquido de roja cera”, reflejadas en los de un petit rat de la ópera de París demasiado perfecto, o  en los cuerpitos de niños supuestamente inocentes, autocastigos de una novia abandonada con su propia máquina de coser, o los que se infligen  a ellas mismas las anoréxicas por medio de los espejos deformantes,  viéndose como porcinas.

«La del vientre vacío» abre la puerta de la ambivalente relación madre-hijo que ya muchas veces se ha tratado en la literatura y en la cual, bien cabe recordar, el poder de dar la vida va siempre de la mano con el de dar la muerte, pero que esta vez, según mi punto de vista se trata de nueva manera.  «La del vientre vacío» habla por último y quizás no sea casualidad: nos acerca a nuestra naturaleza femenina animal más profunda: gatas que comen a sus crías por falta de leche, leonas que matan a gacelas para alimentar a sus bebés,  mantis religiosas que sacrifican a sus inseminadores… al final de todo ruge en toda mujer, aunque la cultura le impida reconocerlo, el instinto bestial impulsado por su naturaleza. Con la del vientre vacío escuchamos hablar en primera persona a una “Pequeña Magda” encerrada por su madre, cuya única prueba de afecto consiste en tirarle una nueva Magda para que se entretenga hasta que se muera y la reemplace; y a otra madre («Amor de madre») que como la mantis religiosa mata a sus amantes para darles de comer a sus hijos, al modo pájaro, o en “Unicornios celestes” a una madre que tiene que dejar morir de hambre a su niño con malformación para que siga la especie. Luego y trascendiendo nuestros instintos animales, recién estamos listos para oír la voz de los niños muertos que para siempre acompañarán a las madres, aunque los hayan tenido que sacrificar («Pabellón de párvulos»).

El cierre del libro con “Madre férretro” hace un salto a la ciencia ficción presentándonos la cara quizás más horrífica de la maternidad: ¿Qué pasaría si nuestros vientres se volvieran máquina de procrear?  En “El horror en la literatura”, González Grueso afirma que el terror es aquello que puede explicarse en términos meramente humanos (asesinos-violencia cotidiana). Mientras que el horror únicamente puede explicarse en relación a lo intangible, a la aparición de lo sobrenatural, de lo no-humano, generando una «ruptura» en nuestra construcción de lo “real”. Entonces, si puede haber terror en la maternidad orgánica, se vuelve definitivamente horroroso en el campo de lo mecánico.

Al terminar las historias de las cuatro amigas volvemos conmovidos a las calles húmedas de nuestra Lima gris, rodeados por los fantasmas de esas madres, abuelas y niñas macabras, condenados a vagar hasta que ellas encuentren el sitio que merecen en el lado oscuro de nuestra psique. Demora el trabajo. Ese libro tortura, en mi caso por lo menos, pero lo único que puedo decir es que esa lectura vale años en el diván de un psicoanalista y cuesta mucho menos a nivel económico. Por eso es una lectura imprescindible, tanto para mujeres que ignoran aún las fuerzas que duermen en lo más profundo de sus almas, como para los hombres que quieren disfrutar correr con las lobas.

Huerta, Tania. Mater macabra. Epic Books, Lima, 2024.


Tania Huerta es escritora y editora peruana, dirige la editorial Pandemonium. Ha publicado numerosos cuentos y Mater macabra es su primer libro.

Acerca de Sophie Canal

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