Sepulcros blanqueados, de Gonzalo Cano

Sepulcros blanqueados, de Gonzalo Cano

Sepulcros blanqueados, de Gonzalo Cano

Sepulcros blanqueados o una verdad en blanco y negro

Quisiera compartir con ustedes algunas ideas que me surgieron mientras leía –o devoraba– Sepulcros blanqueados, la novela de Gonzalo Cano (2021).

La leí de un tirón. Me atrapó y me hizo viajar por diversos lugares, me produjo evocaciones de imágenes y sentimientos, me provocó pensamientos. Me dejó bastante perturbada a la vez que aliviada, quizá por el final liberador de Felipe logrando librarse del encierro y emprendiendo el retorno hacia la libertad. Pienso en esa intensa y particular combinación de emociones que solo una novela autobiográfica tan bien contada puede hacernos sentir y vivir, trayéndonos personajes de carne y hueso, construidos con profundidad y volumen. Este libro también me hizo sentir indignación, rabia. Porque es una novela compleja con verdades contundentes y, sobre todo, que deja preguntas abiertas e invita a pensar en algunos de los temas que quisiera comentar.

Un joven desesperado por cambiar su presente, un hijo en busca del padre ya muerto, a quien conoce y desconoce al mismo tiempo, y a quien reconoce a través del horror de lo que descubre, pero sobre todo de lo que vive traumáticamente. Un cura que busca cambiar su vida radicalmente, pero dándole continuidad al amor y a la verdad, quizás al amor por la verdad. Pensaba si estos tres hombres —el hijo, el padre, el cura—, además de reencontrarse en la novela, con caminos que se cruzan una y otra vez para dar sentido a los vacíos que cada uno trae, de alguna manera se preguntan quiénes son, se preguntan de qué historias provienen. Me pregunto si estos tres hombres también tienen en común la necesidad de transformar la relación con su figura paterna, figura que se refleja en el padre mismo, pero también en la institución con la que se vinculan, en la ley que funciona en la dirección opuesta a la que debería ser, y que no es una ley que limita y protege, no es una ley que cuida y organiza, es todo lo contrario: más bien es una ley perversa que somete haciéndole creer al sometido que de esa forma lo protege, cuando más bien lo destruye. Estos personajes se preguntan por dios y lo buscan incansablemente, un dios que también cumple la función de un padre. Parece que los tres tienen en común el hecho de que buscan y anhelan, necesitan y añoran construir algo distinto, algo que realmente les permita liberarse.

Freud (1919) introduce el concepto de lo siniestro, señalando que este correspondería a la transformación de lo familiar en todo lo opuesto, en algo destructivo y extraño al tiempo que mantiene algo de lo familiar, razón por la cual genera incertidumbre y desconfianza pero también mucha confusión; no pierde del todo su carácter de ser algo cercano y conocido a la vez que es ajeno. Pienso que, en parte, esta novela nos acerca a eso, al encuentro con lo siniestro, experiencia que desestabiliza psíquicamente. El encuentro con lo siniestro aparece en ambientes que se ofrecen como promesas para el desarrollo y el crecimiento personal, y terminan siendo cárceles que encierran y esclavizan sin que la persona tenga los elementos suficientes para reconocer qué es aquello que está viviendo. Muchos de estos jóvenes son destruidos; unos siendo abusados sexualmente, quizá en el polo más trágico de la experiencia con el Sodalicio, pero otros también en parte sufren un impacto traumático al perder la capacidad para un pensamiento propio y crítico.

Cantis (2000), psicoanalista argentino, señala, en relación con la violencia ejercida por el Estado o por las instituciones, que “cuando el poder del Estado ejerce arbitrariedades, cuando no cumple la ley ni la hace respetar, cuando se desentiende de las necesidades básicas de la gente, se ejerce violencia en forma cotidiana…”. La violencia en una institución como el Sodalicio se convirtió, como lo evidencia Gonzalo Cano en su novela, en una forma “natural” de relación entre los que estaban en cargos de poder y aquellos subordinados, lo cual, además, se iba repitiendo a toda escala, como suele suceder en esas dinámicas que se instalan de forma invisible pero potentemente destructiva.

Zuckerfeld (1987) señala que lo primordial, en un estado tal de cosas, no es obedecer la ley, sino que la ley consiste en obedecer…”, y esta parece haber sido la premisa para los internos del Sodalicio.

Uno de los momentos más remarcables de la novela es cuando un personaje dice: “A veces desobedecer es la mejor manera de obedecer a dios”. Pienso qué tarea más compleja en este contexto en que el poder buscaba instalarse en la mente de los internos, haciéndolos dudar de sus percepciones y de su propio sentido común, y convenciéndolos de que aquello que los dañaba en realidad les hacía bien. De esa forma se aseguraba de que fueran ellos mismos quienes, de forma hegemónica y habiendo interiorizado el mandato, acataran la ley que los destruía sin necesitar de otro que se los ordenara. Eso es lo que los sistemas perversos promueven: la idea de hacernos creer que algo malo es en realidad bueno, engañando y disfrutando del poder de someter a aquel que por alguna razón acepta y se encuentra atrapado en esa relación de sumisión.

Me hace pensar en la noción de Bion acerca del terror sin nombre. Me imagino que muchas de estas personas sabían o intuían lo que sucedía, pero luego, como nos cuenta el autor de la novela, dudaban de sus propias percepciones, sin poder llegar a saber cuál era la realidad. Había, además, la fascinación por estar cerca de algo sagrado, experiencia que seduce y ofrece una salvación y respuesta a muchas dudas existenciales, las cuales, como sabemos, se potencian en la adolescencia, etapa en que estos chicos eran reclutados.

Nuevamente regreso a estos tres hombres que quizá tienen en común buscar a un padre, de algún tipo, como cualquier adolescente o joven extraviado, tránsito natural en una etapa tan convulsionada. Quizás algo de esa búsqueda que nos hace a todos vulnerables terminó ubicándolos en un lugar que fue siniestro pero del cual Felipe logra escapar, a pesar de todos los miedos y los retos que eso suponía.

Recuerdo otra escena de la novela, una en la que Robert dice que el suicidio de su padre fue algo doloroso para él y que le gustaría poder descubrir que su padre fue un héroe, cuando claramente lo que encuentra es un depravado y monstruoso ser. Un sujeto que había sido convertido de víctima en victimario, me pregunto qué necesitaba encontrar, a quién quería liberar y de qué.

Acá retomo una idea de Silvia Bleichmar para hablar sobre otro tema que la novela nos trae, que es el de la corrupción. ¿Cómo procesamos como sociedad estos hechos cuando lo que hay es una permanente impunidad? Vivimos en una sociedad en la que no hay justicia y en la que el sistema es tan corrupto que importan la plata y el poder, pero muy pocas veces, o casi nunca, la voz de las víctimas. Bleichmar (2016) dice que la justicia no sirve para recuperar a los victimarios, sino lo que hace la justicia es, más bien, liberar a la víctima de la necesidad de vengarse. Nos dice esta psicoanalista argentina que es perverso pedirles a las víctimas que perdonen a sus agresores y que esa no debería ser la función de la justicia. En la novela vemos, en el abuso terrorífico contra Robert, la necesidad que tienen las víctimas de hacer justicia con sus propias manos, lo cual es terrible, porque no hace más que perpetuarlos en el lugar de victimarios, atrapados en la otra cara de la misma moneda.

¿Quién es el otro? En estos personajes que Gonzalo Cano nos trae, muchas veces nos encontramos con que el otro no es un otro real, no es un sujeto que cuenta como tal, sino que termina siendo tratado como objeto para satisfacer necesidades perversas de toda índole, siendo usado e instrumentalizado pero no reconocido en su otredad de sujeto.

Recuerdo otro momento de la novela en que alguien dice “Necesitaba que me dijeran qué hacer para no pensar”. Pensar es doloroso, implica una responsabilidad ética y el devenir sujeto implica que uno pueda hacerse cargo sí mismo, de su subjetividad y de sus acciones, compleja y retadora tarea para la que la sociedad nos prepara poco o nada. En esta novela nos encontramos con mentes formateadas bajo el poder de la institución. “Se apropiaron de sus almas”, dice un personaje; cumplir órdenes los convertía en alguien, alguien para otro, pero paradójicamente estaban solo convirtiéndose en un objeto a ser usado por el otro, perdiendo su subjetividad, en una búsqueda desesperada por existir para alguien más. Probablemente, la necesidad de reconocimiento que tenemos los seres humanos, aquello que nos hace sujetos y nos pone en una infinita e interminable relación con el otro, es también lo que más frágiles nos hace, exponiéndonos a situaciones en las que podemos terminar fácilmente sometidos o sometiendo al otro, negando su otredad y, con ello, su condición de sujeto.

Pero como el libro también trae liberación en el personaje de Felipe, y con eso esperanza o ilusión por la vida, nos lleva nuevamente a la importancia de la libertad en el sujeto. Eso me llevó a Winnicott, psicoanalista inglés que escribió acerca de la libertad. Winnicott (1969) señala que existe un factor ambiental que destruye o esteriliza la creatividad del individuo, induciéndolo a la sensación de desesperanza. Se refiere a la experiencia de dominación que aniquilaría la libertad y toda creatividad del sujeto. A ello se suma que esta tan ansiada libertad termina siendo algo que los seres humanos podemos temer mucho, especialmente cuando salimos de una situación de dominación. Es como si nos alertara sobre todo lo que implica el proceso de aprender a usarla, ya que sentirnos dueños de nosotros mismos puede ser un logro complejísimo y difícil de alcanzar. Conlleva una gran responsabilidad, a la vez que la posibilidad de sentir que nuestra vida tiene sentido de ser vivida. Creo que podemos ver claramente cómo el personaje que logra escapar de la comunidad va viviendo este proceso de recuperar su mente y su libertad en el sentido más amplio de la palabra, con el costo que eso significa también: es doloroso, pero deviene libre al fin y al cabo.

Recalcati (2016) nos habla de cómo el maestro debería ser un facilitador que nos conduzca por caminos que no conocemos, pero principalmente alguien que impulse nuestro propio deseo de viajar, nuestra libertad para elegir qué rutas tomar y guiarnos y, en ese sentido, nunca privarnos de nuestra libertad. También señala que las clases deberían ser el encuentro con la palabra viva de la clase, lo que a su vez hace realmente posible el encuentro con lo nuevo, con lo que no ha sido visto aún o con lo no sabido. La imagen que nos presenta Recalcati es la de una clase como la posibilidad de abrirnos todo un mundo. Unas páginas más adelante nos dice que la función del maestro es mantener activo y despierto al oyente. Los verdaderos maestros serían, según señala, los que nos provocan el deseo de seguir conociendo, los que nos ofrecen preguntas sin respuestas prefabricadas. Imagino que aquellos que nos incitan a preguntarnos y tolerar las dudas y las incertidumbres que estas preguntas nos generan, llevándonos más bien a poder jugar con posibles respuestas sin tener que vincularnos con ninguna de forma posesiva. La ganancia del maestro estaría en la sensación de que ha transmitido algo; algo que tiene más que ver con una actitud hacia el conocimiento que con información y conceptos ya definidos. El maestro sería aquel que aprecia las diferencias y la singularidad de cada alumno, alentándolo a desarrollar una forma propia y, por lo tanto, genuina de relacionarse con el conocimiento. El verdadero maestro no puede hacer las veces de un amo, pues eso implicaría uniformidad en los alumnos, lo que nos ubica lejísimos de la experiencia de aprender.

Dicen Ferro y Nicoli que “el analista debería ser esa persona capaz de abrir espacio para la imaginación y la creatividad, el absurdo y lo impensado”. La posibilidad de usar las palabras destruyendo el lenguaje como lo conocemos, pero generando una secuencia verbal que sea capaz de hacernos vibrar y sentirnos tocados por otro, un impacto que nos transforma, creo que eso es lo que Gonzalo Cano nos regala en su libro.

Recuerdo una entrevista que le hicieron a Blanca Varela, poeta peruana, en la que le preguntan “¿Y por qué la poesía?”, ante lo que ella responde “Fue siempre un reto al descubrirme. Solo sentía –desde que tengo uso de conciencia– que tenía que ser. Y sentía que era a través de mi poesía. Era ese compartimento misterioso, oculto, secreto… y obsceno. Esa parte que me diferenciaba del resto. No me creía más importante. Simplemente, diferente”. Escogí este breve extracto porque me parece que nos permite dar cuenta de la importancia de sentirse único, del lugar que tiene la creatividad en la posibilidad de sentir que estamos vivos, pero una creatividad que no tiene que ver exactamente con la posibilidad de crear algo exquisito, sino con crear algo propio, darle voz y existencia a algo que surge de lo más verdadero de uno y que, en ese sentido, nos permite sentirnos vivos y que esa existencia tiene sentido. Y eso es lo que ha hecho Gonzalo Cano en esta novela que nos entrega sus experiencias transformadas.

Cano, Gonzalo. Sepulcros blanqueados. 2020. Disponible en ebook.


Gonzalo Cano Roncagliolo es escritor y psicoterapeuta. Formó parte del Sodalicio de Vida cristiana durante más de una década. Sepulcros blanqueados es su primera novela.

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