I
Muerte de Rosendo, el inicio
Le habían reventado la cabeza entre las piedras, una hilera de sangre discurría por la acequia contigua a la bodega, a cinco cuadras de la plaza del Pararuna. Su mano derecha todavía seguía empuñando hacia arriba, como pretendiendo defenderse antes del asesinato. Al lado estaban esparcidas por el suelo las actas de las sesiones firmadas por los dirigentes y autoridades del lugar, él iba a devolverlas aquella noche antes de la asamblea, tenía decidido renunciar; a pesar de lo valiente y osado que era, hay fuerzas que no se perciben, pero en los momentos menos esperados se hacen sentir. El aura negativa es como una maldición de la que solo escapan los que se unen a ella, y los que se mueren. Eran las cinco de la tarde cuando salió de su casa al salón comunal, caminaba con la seguridad de querer dejarlo todo en manos de quienes lo habían acusado, de quienes desconfiaban de su trabajo, de los traidores a la verdad. Nadie más lo sabía, tal vez hubiera intentado decírselo, pero en el fondo sabía que nada hubiera valido, era poco probable que los pobladores comprendieran la depresión de Rosendo por ver que sus esfuerzos por rescatar la Laguna pronto serían inútiles y por las amenazas recibidas por parte de los Hostin, incluso contra la tranquilidad de su familia.
Estaba en esa condición vulnerable a la que son expuestos los que se atreven. Sus razones, finalmente, quedarían en el lado oculto, donde a veces va a parar la verdad, sin querer, sin desearlo, porque la vida de los que se ama está en juego y la sospecha de toda intención aleatoria la pondría en riesgo en cualquier escenario. La presencia de Rosendo siempre había resultado un problema para los Hostin, quienes creían que podían gobernar a su antojo desde sus propiedades, desde esa cima incógnita. Nadie en Pararuna los conocía, aún así tomaban las decisiones importantes sobre las tierras y el agua del pueblo. Allí no había voz que valiera más que la suya, tampoco donde hubieran hecho una inversión. Tenían sus derechos ganados e imponían su voluntad a donde fueran. No les importaba si vivía gente alrededor ni secar una laguna que fuera de su uso, lo resolverían, para lo cual Rosendo era ahora una pieza incómoda, lograr su intangibilidad fue la soga al cuello de un hombre para el que siempre estuvo claro el bando donde debía estar. El charco de sangre que ahora custodiaba sus restos era acechado por las palomas negras que picoteaban los granos de maíz que llevaba en sus bolsillos, como si la desgracia no quisiera irse, una de ellas arrancó sus párpados tentando hacer lo mismo con sus ojos. Una garúa densa salvaba la escena y las aves, ahuyentadas por el agua, sobrevolaron hasta perderse en la niebla y el episodio gris que pronto enlutaría toda la ciudad. Su lucha había sido decisiva para lograr que se respetara el acuerdo de intangibilidad de la Laguna, lo que impedía el uso de las aguas del Yanamantra por parte de la minera y de cualquier empresa que lo requiriera. Rosendo se había enfrentado a la clase emprendedora del país, no bastó con las denuncias en su contra por invasión a la propiedad privada o por desacato a la autoridad, por supuesto siempre vilmente exageradas y otras tantas interpuestas meses antes por los Hostin para sacarlo del juego. Él siguió firme en su propósito, en el propósito para el que el pueblo le había dado todas las licencias, pero que ahora la muerte extrañamente le arrebataba. Celendino se lo dijo alguna vez, pero sus intenciones evidentemente eran otras: acaparar todo escenario posible para proyectar su campaña política. Le había advertido a Rosendo los peligros que supone dar la contra a los intereses mayores. Él no actuaba solo y menos buscaba el bienestar del pueblo, por eso hace algún tiempo Celendino se venía encargando de indisponer a Rosendo ante los dirigentes de los pueblos anexos, haciéndoles creer que perseguía intereses personales y que recibía por lo bajo dinero del proyecto que no compartía con la comunidad.
Lo habían puesto boca abajo para que pareciera un asalto, alegarían que había bebido de más y que en medio de un forcejeo había sido acuchillado por el estómago y, como venganza ante la resistencia puesta, lo habían apedreado en la cabeza. Llevaba el dinero de la comunidad y esa era la coartada perfecta para librar de responsabilidad a quienes en verdad lo habían asesinado A esa misma hora, en el pueblo se celebraba una fiesta. Antonio Arrestegui, gerente y asesor legal de la minera, hombre de confianza de los Hostin, hacía entrega de artefactos para los recién casados, ofrecía un brindis de honor e incluso daba algunas palabras de agradecimiento a los allegados por haberlo elegido padrino del matrimonio civil masivo de la comunidad de Pararuna.
—Hago llegar el saludo de los señores Hostin. Como saben, somos una empresa con un alto compromiso hacia ustedes y a pesar de todo lo que hemos vivido, los seguiremos apoyando. Vamos a crecer juntos y más ahora que se casan muchos de ustedes. Les aseguraremos esos puestos de trabajo que necesitan. Un brindis por eso. Salud.
—Salud.
repitieron a coro las 25 parejas y el público asistente que contando llegaban a 250 personas, la comunidad en pleno. Leoncia había estado a cargo del banquete. Killari le había ayudado desde las cinco de la mañana a preparar la comida para tanta gente, pelando las papas, lavando las truchas, atizando el fuego en la leña, preparando las humitas y el sancochado surtido de carnes del mejor ganado vacuno de la zona. Ganarían un dinero extra por este trabajo, que le serviría para pagar sus estudios. Ella no lo sabía, pero era la decisión que Rosendo y Leoncia habían tomado la noche anterior mientras conversaban acerca del futuro. Ya sin las responsabilidades que acarreaba la bodega, Killari podría desarrollarse y forjarse un futuro al que ellos no habían podido optar, debían prepararla para que no fuera como ellos, para que emprendiera el viaje y reivindicara el apellido, para que estudiara una carrera y se defendiera sola.
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—¡Acá hay un muerto, acá hay un muerto! Gritó como condenada Francisca Yucra desde el otro lado de la acera, mientras venían los recién casados y la familia de los Yucra a seguir celebrando el matrimonio de Tomasio y Diana, los únicos hijos de Francisca y Omaira Chauca. Traía la torta del matrimonio, pero por la impresión esta terminó aplastada cerca de la escena del crimen.
—¿Cómo dices Francisca?, qué va ser, ha de ser, pues, un borrachito, deja ver, mujer,
—Es Rosendo, Eusebio, es Rosendo que está muerto, cómo le vamos a decir a Leoncia, pobre mujer, cómo le vamos a decir…
—Apártate, mujer, apártate. ¡Ay, carajo!, por qué, pues, qué le ha pasado, de razón no estaba en el pueblo para la fiesta ni la asamblea, ay, Rosendo te nos has ido, carajo!
—¿Qué pasa, qué tanto alboroto?
—Es Rosendo, Huber, está frío, sangre por todo lado, ¡hay que llamar al Juez de Paz para que levante el acta, así no puede quedarse, hay que avisar a Leoncia rápido, rápido!
—Qué desgracia, todo el pueblo celebrando, cómo ha muerto mi compadre, carajo, ya, ya, voy avisar, voy avisar.
El pueblo reunido iba llegando de la plaza, cada uno de sus integrantes camino a su casa, no es costumbre dormir más allá de las siete, cuando las luces se apagan nadie puede salir, allí no hay delincuencia como en la Victoria o como en los barrios bravos de Lima. La noche en la sierra trae consigo algunas leyendas y mitos que la gente todavía no puede desterrar de su cabeza, como la leyenda de la Jarjacha. Incluso Francisca narraba siempre el extraño caso de su prima Eugenia que quedó embarazada por incesto, producto de la relación furtiva con su primo: la pobre muchacha fue transformándose en una especie de monstruo que emanaba extraños olores, oía voces y su aspecto desaliñado y vociferante prolongaba palabras poco audibles. Ningún médico que llegó a Pararuna por ese entonces pudo determinar cuál había sido la causa de la transformación del cuerpo de la muchacha, su estado de embarazo avanzaba y conforme pasaba el tiempo Eugenia iba perdiendo sus facultades. Una noche desapareció de la casa con su niño a punto de nacer y nadie nunca supo más de ella, solo quedó en el imaginario del pueblo la tétrica escena de la semana santa del 2010, acontecida exactamente un año después, y se presume que fue ella. Ocurrió que en plena fiesta comunal se oyó gritos de parto y al acercarse los pobladores al establo presenciaron la huida de los caballos y ovejas, mientras un animal parecido a un becerro con rasgos de humano salía ensangrentado del fondo del recinto. Esa noche apareció muerta una mujer detrás del descampado, todos dicen que fue la Jarjacha, que su único pecado fue meterse con su primo, que las leyendas cobran vida y que por eso nadie puede salirse de la línea que rige el pueblo. A este imaginario lo acompañan el frío recurrente y las heladas a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, esa agitación al trotar apenas por la plaza o tal vez esa sensación de hipotermia cuando los dedos rozan el agua. Esa sensación a veces de miedos ocultos, esa sensación multiplicada por mil sería tal vez la que estaba por sentir Leoncia al ver a su marido tendido en el suelo con el rostro irreconocible, con el charco de sangre rodeando lo que había sido su existencia.
Fragmento de la novela Cuerpo de agua, Estruendomudo, 2019.
Leydy Loayza Mendoza, Ica (1985) Ha publicado 6 libros de poesía y narrativa, Placeres y Delirios, Árbol Desnudo (Lustra), Afrodita en Invierno (Caja Negra) (Poesía), El Origen del Miedo (Cuento) y Cuerpo de Agua (Estruendomudo), I novela de la trilogía. Ha sido antologada en España en la colección Por Ocho Centurias, ha presentado su obra en la FIL Guadalajara en México, Colombia, Panamá y Cuba. Es gestora Cultural y organizadora de la Feria Internacional del Libro Abraham Valdelomar en Ica. Licenciada en Comunicación con un Máster en Dirección de Comunicación Corporativa en la Universidad de Barcelona, comparte sus labores profesionales con lo que considera la esencia de su vida, la escritura. Dirige su Blog : https://escritoaciegasllm.wordpress.com.