«el valor de Buda en el ático radica no solo en la peculiar forma narrativa usada para contar con ritmo acezante la vida de miles de migrantes japonesas, sino también en su valor testimonial»
Buda en el ático cuenta una historia que la Historia quiso olvidar, la de la tragedia que vivieron, en las primeras décadas del siglo XX, miles de mujeres japonesas al migrar a Estados Unidos donde las esperaban futuros esposos también japoneses, la historia de las parejas que formaron con aquellos hombres que nada tenían que ver con lo que ostentaban ser en las fotos y cartas que les mandaron, la historia de su incapacidad por adaptarse a otro idioma, otra cultura, otra vida, y de cómo en esta tierra supuestamente prometida a la que llegaron huyendo de la pobreza y de una vergonzosa soltería, se desataría una cacería de brujas que las llevaría con sus familias a campos de internamiento luego del ataque japonés a Pearl Harbor en 1941.
Eran de Kioto, Nara, Tokio, Kagoshima, Niigata, Hiroshima, Hokkaido, Kumamoto, Fukushima o de aldeas montañosas, la menor tenía 12 años y la mayor 37, algunas hablaban un hermoso japonés mientras otras un dialecto cerrado, pero a todas las unían las mismas esperanzas y soñaban «con vivir, algún día, en una casa con chimenea», con maridos «altos y encantadores», que allá, en América, les abrirían las puertas y se sacarían el sombrero ante ellas diciendo «las mujeres primero. Después de usted».
Los sueños no se cumplieron y Buda en el ático cuenta la cruda realidad que fue la suya a nivel afectivo, social y económico, al comprobar que su tradicional sumisión al marido, al dueño de las tierras que cultivaban, al amo en cuya casa trabajaban, al cafiche del burdel, al blanco norteamericano, su resistencia, su paciencia y educación, solo les permitieron pasar desapercibidas hasta la desgracia final.
Si bien Julie Otsuka aborda con esta novela un tema casi vedado —el trato vergonzoso que Estados Unidos les dio a los migrantes japoneses al inicio de los años 40—, el interés de Buda en el ático radica sobre todo en cómo se cuenta la historia de aquellas migrantes que, pese a las diferencias con que llevarían sus vidas según el esposo que les tocara, el lugar donde vivieran y las actividades que desempeñaran, tuvieron en común la fortaleza con la que enfrentaron su destino.
Para contar estas vidas, Otsuka, descendiente de japoneses y portavoz de todas esas mujeres, opta por el «nosotras», esta primera persona del plural que diluye las identidades individuales y las vuele colectivas. Al mismo tiempo, y tal como el narrador del Aleph borgiano al constatar que las palabras no bastan para representar un «conjunto infinito», la autora recurre a la enumeración para representar el todo:
Vivíamos en una cabaña…Sacábamos agua del pozo…Nos pasábamos el día planchando… Montábamos altares budistas…», aunque con pronombres indefinidos que diferencian a la vez que uniformizan: «La mayoría de las que viajábamos en el barco éramos vírgenes… Algunas solo teníamos catorce años… Cada una de las que viajábamos… Varias teníamos secretos… Unas cuantas… Otras …
Se puede por lo tanto decir (valga el oxímoron) que Buda en el ático es una novela polifónica de una sola voz pues, con esta única voz multiplicada, las protagonistas se vuelven coreutas para contar la tragedia de la que fueron la mayor protagonista, ya que cada mujer las es todas y todas son una sola.
Sin sentimentalismo, con frases cortas y un lenguaje cotidiano, Otsuka recurre a anáforas, repite estructuras, enumera: «Había una niña de Elk Grove que se marchó tirando de la manga de su papá… Había un niño de Byron que se marchó con un cubo de basura. Había una niña de Upland que se marchó con una muñeca de trapo. Había un niño de Milpitas que se marchó preocupado por su gallo mascota…», gradúa, opone: «La lista no existía. La lista existía», y el uso repetitivo de estas figuras literarias que recuerdan las letanías o los salmos crea un ritmo hipnótico y perturbador.
Las diferentes etapas de la vida se dividen en ocho capítulos cronológicos que se inician con el viaje en barco, al que sigue la narración de la primera noche con el nuevo esposo en nada parecido a lo anunciado: «Nos poseyeron con avidez… Nos poseyeron con violencia… Nos poseyeron por sorpresa… Nos poseyeron con calma…», y que no es sino el crudo preludio de lo que sería su vida en adelante. Una vida de trabajo, pariendo solas en un granero, en una trastienda, a hijos que, una vez adolescentes, hablarían en inglés, se olvidarían de rezar y terminarían por rechazar su origen nipón poniéndose nombres que sus madres apenas podrían pronunciar: Doris, Peggy, Mac, Paul y hasta Sugar.
Pero el haber dado a luz a una nueva generación no salvó a nadie, ni a estos norteamericanos por nacimiento1, ni a sus padres migrantes y, con el mismo tono distante, aunque no por eso desprovisto de fuerza lírica y de emoción, con que contó la vida discreta y honesta sufrida hasta aquel momento, Otsuka dedica los tres últimos capítulos a contar la desgracia colectiva.
La narración pasa por alto lugares y fechas pues el no nombrar es una característica de esta novela en la que los sujetos de los verbos son pronombres indefinidos «unas cuantas, algunas, muchas», y en la que se les niega a las mujeres el reconocimiento civil al atribuirles un nombre sin apellido Kisayo, Mikiko, Hagino.
Estos últimos aparecen tardíamente, cuando los japoneses son ya considerados un peligro, aunque ahí también las individualidades se diluyen en el grupo familiar que conforman la primera y segunda generación de «los Koyama, los Fujimoto, los Nakanishi, los Yamaguchi…» pues de lo que se trata es de vivencias colectivas y no individuales.
La desgracia tampoco tiene nombre: solo corren rumores de un inicio de guerra anónima, con algunos esposos, banqueros, pescadores o barberos desaparecidos o apresados a la luz del día; se habla de trenes que nadie vio y que cruzan montañas hacia zonas lejanas donde desaparecen con su cargamento de hombres —y no se puede dejar de pensar en los trenes de la muerte de la Guerra civil española o de los nazis, o incluso en el tren ficticio de los 3000 muertos de Cien años de soledad—; se habla de una lista de nombres redactada la mañana del ataque; se dice que quienes desaparecieron eran quintacolumnistas colaboradores del gobierno; se dice que los mataron de un tiro; se dice que los van a deportar a todos.
Y aunque la amenaza se acerque y se concretice, cuando los rumores dejan de serlo y se vuelven noticias en los periódicos o en la radio, Otsuka no proporciona la fecha del ataque, ni dónde ocurrió, ni quién atacó a quién, no detalla ni aclara, reflejando así la confusión de la población; solo recurre a informaciones alarmantes pero evasivas: se está tramando una guerra, se planea un ataque, se hundieron buques, atacaron submarinos enemigos.
Un tratamiento muy distinto al que el peruano también de ascendencia japonesa, Augusto Higa Oshiro, le dio a los mismos hechos históricos en su novela Gaijin en la que menciona, aunque con sobriedad, el bombardeo de Pearl Harbor y el ingreso de Japón a la guerra que desataría, igual que en Estados Unidos, la histeria colectiva y el odio hacia los japoneses asentados en Perú.
Esta voluntaria imprecisión espacial y temporal respecto a los hechos históricos es contraria a la prolijidad con que narra detalles de la vida de las mujeres, etapa tras etapa, pero en cambio va en el sentido de una Historia oficial que se silenció, no figura en los manuales escolares y que el gobierno norteamericano demoró casi medio siglo en reconocer oficialmente2.
Por esta razón el valor de Buda en el ático radica no solo en la peculiar forma narrativa usada para contar con ritmo acezante la vida de miles de migrantes japonesas, sino también en su valor testimonial, resultado de un largo trabajo de investigación, como lo demuestra, al final de la novela, la larga lista de agradecimientos de la autora a quienes le facilitaron su trabajo de indagación histórica y biográfica.
Pues Julie Otsuka, tal una arpillera, consultó ruedas de prensa, cotejó análisis, artículos, memorias, juntó trozos de vidas, fragmentos de relatos biográficos desechados, detalles ínfimos e íntimos de una cotidianeidad que quizás las mismas sobrevivientes nunca contaron a sus nietos por parecerles demasiado prosaicos, y que ella fue ensamblando para mostrar la otra cara de la Historia.
Una novela, por más histórica que se presente, no deja de ser una construcción ficticia, razón por la cual no importa tanto que las datos no correspondan exactamente entre su versión de los hechos y la versión real, como en el caso del número de muertos en la matanza de los obreros del banano en 1928 en Colombia según García Márquez en Cien años de soledad, o en el de la matanza de los obreros del salitre en Santa María de Iquique según el chileno Hernán Rivera Letelier en Santa María de las flores negras.
No importa tanto que en vez de mencionar Pearl Harbor, solo se hable de una isla en el Pacífico, ni que se detalle que su bombardeo por los japoneses fue lo que llevó a los norteamericanos a entrar en guerra, porque las protagonistas de Buda en el ático no sabían de Hawai ni de la Segunda Guerra Mundial, ni cuántos japoneses vivían en la costa oeste de Estados Unidos, ni supieron cuántos fueron mandados a campos de internamiento a raíz de la orden 9066 emitida por Roosevelt en febrero de 1942.
Y de saberlo, no habría cambiado su actuar ni el empeño que pusieron en seguir viviendo intentando adaptarse sin éxito a un país que las defraudó en todo.
Lo que importa es el papel de transmisora de la Historia que desempeña la novela Buda en el ático al contar lo que oficialmente se silenció. Es su capacidad de reconstruir, paralelamente a la historiografía, la historia no oficial de tantas protagonistas anónimas para volverlas por fin visibles y rendirles justicia. Es la capacidad de perdurabilidad que este coro de mujeres le proporciona a los acontecimientos con el fin de mantener viva la memoria colectiva.
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Notas:
- «Una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés estadounidense, nacido de padres japoneses se convierte en japonés, no en un estadounidense». Los Ángeles Times. Febrero 1942.
- En 1988 el presidente Ronald Reagan firmó un decreto de reparación y ofreció disculpas públicas declarando que las detenciones en campos de internamiento fueron producto de «los prejuicios raciales y la histeria bélica».
Otsuka, Julie. Buda en el ático. Traducido por Carme Font. Duomo editorial, 2012.
Julie Otsuka (1962). Nació en California de madre americana de origen japonés y de padre japonés. Estudió arte (pintura y escultura) en la Universidad de Yale. Empezó a escribir influenciada por sus lecturas de Marguerite Duras y de Annie Ernaux. En 2002, su primera novela Cuando el emperador era Dios (When the Emperor Was Divine), que cuenta la etapa posterior a la de Buda en el ático es decir, la vida de los japoneses en los campos de concentración estadounidenses, se mereció los elogios de la crítica. En 2011, la segunda novela Buda en el ático (The Buddha in the Attic) recibió el PEN / Faulkner Award así como el premio Fémina de novela extranjera. Julie Otsuka vive actualmente en Nueva-York.