La sangre de la aurora, de Claudia Salazar

La sangre de la aurora, de Claudia Salazar


El prolegómeno.

En el Perú tenemos muchas novelas sobre terrorismo. Basta enumerar algunas: Retablo de Julián Pérez (2004), Rosa Cuchillo de Oscar Colchado (1997), Lituma en los Andes de Vargas Llosa (1993), La hora azul de Alonso Cueto (2005), Abril Rojo de Santiago Roncagliolo (2006), hasta la reciente Bioy de Diego Trelles Paz (2012)… algunas que llegaron a ser más reconocidas que otras a nivel internacional gracias a las altas distinciones que se le han otorgado. Y debo confesar que cuando me entero de la salida de la novela de Claudia Salazar, La sangre de la aurora, casi me oigo pensar: ¡otra más sobre el tema!, y ¿qué más se puede decir? Mi propósito no es compararlas, menos aun entrar en la vana polémica ética que esconde en realidad una polémica política, la que consiste en interrogar un texto literario en base a la posición ideológica del que lo escribió. Por ser francesa, he crecido bajo la tiranía de aquella confusión heredada de la segunda guerra mundial, entre los que consideraban a Celine como un indeseable traidor de la patria por sus posiciones colaboracionistas, y los que señalaban que era el escritor más importante del siglo XX. Otra cosa que tiene que ver con mi posición de francesa en el Perú: considero que no tengo ni el derecho ni las herramientas para opinar sobre un periodo de la historia de un país que no llevo directamente en mi sangre. Ese periodo del terror a mí solo me entró por el corazón, por las historias y actitudes de los amigos peruanos que tengo nacidos en la década del 70, como Claudia, a la cual llamaron generación del miedo.

La sangre de la auroraTambién es cierto que pocas mujeres han escrito sobre el tema, y fue quizás ese, lo admito, el motivo inicial y dudoso de mi primer acercamiento a la novela de Claudia Salazar.

Pero después de haber leído el libro y sobre todo a la hora de redactar ese texto, me di cuenta que había otra razón: no creo del todo que mi entusiasmo tenga que ver con el hecho de que esté escrito por una mujer, o por alguien que haya sido testigo directo de aquella época: La sangre de la aurora es una novela novedosa.

Qué quede claro, más allá de su tema polémico, en La sangre de la aurora solo se habla de literatura. Y que esto sea el prolegómeno a esa lectura mía.

El contexto metodológico: ¿cómo representar lo irrepresentable?

Una de las mejores cosas que nos ha traído el siglo XX llegó como una paradoja, gracias a la experiencia generalizada del mal. Después de las dos guerras mundiales, nos dimos cuenta de que ni siquiera la supuesta Razón universal glorificada por el siglo de las Luces podía triunfar sobre las pulsiones de muerte. Peor aún, pudo ser usada como medio para servir a fines asombrosos: la destrucción masiva, organizada y globalizada del otro, es decir del distinto, sea por su color de piel, pensamiento, género u orientación sexual. La caída de todo tipo de creencia en pos de una verdad única, empezó a generar cambios y malestares profundos en todos los campos de la civilización occidental, desde la muerte anunciada de Dios y del yo todo poderoso por Nietzsche y Freud, hasta la relativización de todos los valores del Bien y del Mal, de la belleza y de la fealdad, de lo verdadero y de lo falso. El problema esencial ya no era cómo llegar a alcanzar una verdad ideal (porque no existe), sino cómo llegar a representar lo irrepresentable. En todas las artes y en la literatura en particular, un nuevo método emerge en conjunto con el estructuralismo francés representado por el lingüista F. de Saussure, el etnólogo Claude Lévi-Strauss, el psicoanalista Lacan y el filósofo Roland Barthes. En general, se trata de un enfoque filosófico que intenta analizar un campo específico como un sistema complejo de partes relacionadas entre sí. El estructuralismo busca las estructuras a través de las cuales se produce el significado dentro de una cultura. La novedad que introduce no es la idea misma de estructura, ya presente de forma continua a lo largo del pensamiento occidental, sino la eliminación en ella de un concepto central que ordene toda la realidad, como sucedía con las ideas platónicas.

El escritor ya no pretende ser el narrador-creador externo y omnisciente de una realidad cualquiera, como lo había podido ser en la novela del siglo anterior, sino un observador participante investigador, un buceador en inmersión, que deja hablar todas las voces para llegar a la estructura que las fundamenta.

Faulkner, por ejemplo, en El ruido y la furia, novela influida por Ulises de James Joyce, narra la decadencia y destrucción final de un viejo linaje del tradicionalista sur de Estados Unidos, desde el punto de vista de los últimos sobrevivientes degenerados de dicha familia. Los Compson, protagonistas de la decadencia familiar son presentados en las voces de tres de sus miembros y de Dilsey, la sirvienta negra, considerada como de la familia por la cantidad de años que lleva al lado de ellos. Esta estructura narrativa dota la novela de una sensación polifónica, en la cual los hechos son presentados bajo el punto de vista de distintos narradores con su peculiar manera de ver los mismos hechos que se narran en el fondo.

Ahora bien se sabe que afrontar las heridas de su propia historia reciente no es cosa fácil. En el campo del cine occidental hubo que esperar 50 años después de los hechos, y al gran Clint Eastwood, para ser capaces de ver narrada la batalla de Iwo jima paralelamente enfocada desde el bando japonés, (Cartas desde Iwo Jima) y desde el bando norteamericano (Banderas de nuestros padres). Y aún se complican las cosas cuando se trata de una guerra interna.

Por una década y media, el Perú fue escenario y víctima de una violencia política que no tuvo trincheras ni pausas, una guerra que algunos quisieron desconocer y que otros, tan pronto quieren enterrar en el olvido. Bastará recordar las polémicas que generaron la salida en el 2006 de Toda la sangre, antología de cuentos peruanos sobre la violencia política editada por Gustavo Faverón Patriau y publicada por la joven editorial Matalamanga, que pretendía reunir todos los puntos de vista de la historia, y hasta el del escritor “terruco” (¿puede ser el terrorista un escritor?).

La sangre de la aurora pertenece conscientemente o no, a esa filiación de la novela polifónica, un tipo de novela en que se enfrentan dialécticamente distintas cosmovisiones o ideas del mundo representadas por varios personajes, cuyo entrelazamiento causan una gran impresión de lirismo. Son tres voces de mujeres las que se entrecruzan aquí, la de la terrorista Marcela, la de la campesina serrana Modesta, y la de la periodista limeña, Mélanie. Tres mujeres cuyas diferencias son abismales, por representar a tres clases sociales, razas, ideologías e intereses opuestos, pero cuyo destino común es anunciado por sus nombres que curiosamente empiezan todos por la letra M: M de mujer, de muerte, de matanza, de mutilación, de marxismo, de militares, de miedo…

La dimensión dialéctica también la tenemos desde el inicio por la apertura irónica de la novela con la voz de Marx, gran iniciador del materialismo dialéctico: “cualquiera que conozca algo de historia sabe que los grandes cambios sociales son imposibles sin el fermento femenino”: 3 mujeres, 3 voces, encaminadas necesariamente por la historia hacia un fin necesario: el comunismo. Tesis, antítesis, síntesis.

Perfecta ilustración de la dimensión dialéctica de la novela la tenemos con la escena de la p.82, junto con la explicación del título, revelada por la voz de Marcela la “terruca” que esperando al comandante escucha a los soldados susurrando y riéndose porque esta “terruca” parece machona :

“¿Qué saben esos de mujeres? Me dicen machona por mi pelo corto, seguramente. No saben que lo femenino es el origen de todo. Lo femenino es fermento, magma, depuración y creación. La aurora que se levantará cuando la revolución esté completa”.

Bien paradójico eso que para reivindicar la esencia de la mujer, una mujer tenga que negar primero su condición y atributos femeninos, en el caso de Marcela, como de muchas terroristas de la época: abandonar a su hija, a su marido, cortarse el pelo, vestirse de hombre y aprender a usar armas. Así, La sangre de la aurora plantea desde su título mismo una paradoja dialéctica: ¿Cómo la aurora, símbolo femenino de esperanza y renacimiento puede levantarse desde la sangre? ¿O será la sangre la de la aurora? ¿Como del rojo puede salir lo blanco? ¿De qué color será la síntesis? Rojo seguramente, y ahí tendemos a una bandera conocida. ¿Qué clase de mujer nacerá de la negación de la mujer por la mujer construida por la ideología masculina?

Porque obviamente, es un lugar común recordar que en todo tipo de guerra, las primeras víctimas son las más fáciles, los más débiles y sin defensas, las mujeres, los niños, viejos y minoridades excluidas. En La sangre de la aurora, el cuerpo de la mujer se vuelve escenario trágico griego por excelencia: lugar del enfrentamiento entre la voluntad impotente del alma que lo habita como si fuese una bolsa vacía, y de las fuerzas externas que lo usan para llenarlo (el marido, los militares, los “terrucos”, todas masculinas). Allí la insostenible escena clímax de la masacre de las 3 mujeres vista del punto externo de los militares, y en paralelo desde dentro, por las voces de cada una de esas impotentes almas, como si ya contemplasen su propio cuerpo muerto desde el más allá, cada capítulo empezando por el mismo refrán mecánico:

“Era un bulto sobre el piso, importaba poco el nombre que tuviera, lo que interesaba era los dos huecos que tenia. Puro vacío para ser llenado. Sin preguntas ni necesitad de respuestas. Ya sabían todo de este bulto. En realidad no les importaba. Lo importante eran esas cuatro extremidades de las cuales podía ser sujetado, inmovilizado, detenido.”

Falta mencionar, para terminar, el uso del lenguaje visual y musical en La sangre de la aurora, novela lírica y cinematográfica por excelencia. Si hay ciertas cosas que ya no se pueden (ni se deben) decir con palabras, tampoco hay que callarlas. En la medida en que el horror va creciendo, la narración verbal va destruyéndose. Ya no sirven los puntos y comas porque uno ya casi no puede respirar, y la palabra tiene que dar paso a las onomatopeyas, a los gritos, a los ruidos mecánicos de las armas que van formando una manera de sonido repetitivo del terror a través del cual se expresan las protagonistas que ya no pueden ni hablar ni pensar:

“cuántos fueron el número poco importa veinte vinieron treinta dicen los que se escaparon contar es inútil crac filo del machete un pecho seccionado crac no más leche otro cae machete puñal daga piedra honda crac mi hija crac mi hermano crac mi esposo crac mi madre crac carne expuesta, etc.”

Junto al sonido, el recurso de la imagen. Como bien lo dice Confucio “una imagen vale mil palabras” y no es azar el hecho de que la periodista Melanie sea fotógrafa, intentando capturar la imagen del horror en cada cuadro. Al igual, el libro se puede ver como una compilación de fotos o más bien de secuencias cinematográficas que va armando el guión de una película oscura que difícilmente se verá porque abre con falta de luz (el apagón), pero sí resonará por largo tiempo en las memorias porque termina con gritos, en el ruido y la furia, ultima guiño a la novela de Faulkner.

“Vivimos muchas voces tantas demasiado todo”.

Salazar, Claudia. La sangre de la aurora. Lima: Animal de invierno, 2013.


Claudia Salazar es escritora, profesora universitaria y gestora cultural. Es Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Nueva York (NYU). Dirigió la revista literaria Fuegos de Arena. Ha fundado y dirige Perufest, el primer festival de cine peruano en la ciudad de Nueva York. La sangre de la aurora es su primera novela, que ha merecido el Premio Las Américas 2014. Acaba de publicar su libro de cuentos Coordenadas temporales. Vive en Nueva York.

Acerca de Sophie Canal

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