«A Patricia, un mucho inmenso, septentrional, completo,
feroz, de calma chica«
Patricia era la única persona en el mundo que me llamaba Grec, a mis hijos «los infantes» y a Olivier «tu» Olivier. Han sido años de amistad entre Lima/París/Pau/Madrid/Barcelona y Caracas. Ella se movía como el segundero del reloj y yo era la manecilla de las horas. Ella me escribía o me llamaba y cuando pasaba por París se quedaba a dormir en el salón donde instalábamos un colchón que luego devino en sofá plegable.
Patricia me conoció embarazada de mi primera hija, Alma, durante el verano de 1998. Yo estaba por publicar La espera posible, mi primera novela, con El santo oficio, ella era ya era reconocida como la única novelista de su generación plena de grandes poetas y acababa de publicar La mentira de un fauno con Lengua de trapo. Un día me llamó a la casa de mis padres y declaró con la autoridad que siempre tuvo: tenemos que conocernos, somos las dos únicas novelistas peruanas actuales.
La conocí, me desconcertó su manera de hablar, de amedrentar a veces, aparentando una seguridad en ella misma que estaba lejos de poseer. Patricia era una guerrera, nada le fue dado en la vida fácilmente, se educó ella misma, leyendo mucho, escuchando a los demás, afirmándose, viajando, amando, admirando a sus amigos, la bohemia limeña de entonces.
Patricia era también una figura de los medios. Periodista, nunca dejó de colaborar con diferentes revistas. En su escritura, consuetudinaria, cercana a la crónica o al diario, se podía adivinar esta práctica constante con la realidad y la publicación. Amaba apasionadamente la prensa, todos los días leía los periódicos franceses, españoles, peruanos, a los que juzgaba, con detenimiento. Leía muchos ensayos y filosofía, en el fondo siempre estaba leyendo o escribiendo y, en sociedad, hablaba con mucho color y gracia pero también pasión y violencia.
Su lucha contra la injusticia la empezó muy joven, consciente de su diferencia con las otras niñas, consciente de sus limitaciones pero también de sus inmensas ambiciones. Como un personaje de Dickens, valerosa y notable, atravesó pruebas diversas que la hirieron y la fortalecieron en su vehemente deseo de escribir. Ella tenía que encarnarse en el lenguaje, desbaratándolo, sacándolo de su centro, de sus hábitos patriarcales, de sus manías displicentes para llevarlo hacia una cierta marginalidad que era la suya, la que eligió en la vida.
Con el Perú, que siempre criticó, era exigente hasta el delirio. Los franceses tampoco escapaban a su ojo crítico a pesar de poseer ella una alma a lo 1789, revolucionaria, idealista y fundamentalmente enciclopedista. Los españoles le daban risa a veces, creo que los hombres le podían gustar más allá de lo razonable… pero el país que amó fue Venezuela, sus años allá junto a Olivier. Patricia vivió en Caracas los años más esperanzadores del chavismo y encontró en esa tierra hermosa un marco cuya naturaleza apaciguaba sus combates.
Trabajó mucho sobre la obra de Flora Tristán, a quien dedicó su tesis doctoral. Flora, la paria que era también una peregrina, tenía mucho en común con Patricia, el compromiso social y con la literatura, el éxito precoz, la muerte prematura. Flora fue una luchadora que dio todo por encarar la injusticia y luchar contra ella con ideas, gracias al intelecto. Flora fue hija de peruano y francesa e inútilmente reclamó su herencia, lo que le correspondía por justicia. El Perú le fue ingrato, como a muchos, como a tantos escritores y poetas cuya obra no fue reconocida a la medida de su dimensión. Ella miró de frente el Perú, país de ensueños, tierra del oro, y denunció como Patricia esa sociedad post-colonial que vive aferrada a valores falsos y al no reconocimiento de su verdadero rostro mestizo.
En sus obras Patricia da la cara, dice las cosas difíciles de escuchar, habla de esa vergüenza extraña y profunda de no corresponder al ideal que la patria ha forjado de lo que es ser peruana. Ese extraño pudor que hace que se esconda la genialidad, la excepcionalidad en todo, con el deber de ser discreta y gris, no llamar la atención, contentarse elegantemente con lo que se le quiera dar, como si cada día debiéramos demostrar que este país es nuestro y podemos construirlo.
Patricia, paria imaginaria, podía en esa posición ser fácilmente rechazada. Nadie quiere ver la faceta insoportable, el cuerpo que no se amolda al ideal, el lugar que no es legítimo puesto que en el fondo todos somos hijos bastardos de la ñusta y el conquistador; hasta nuestro habla, ese lenguaje que Patricia tanto amó, era prestado, impregnado como está de todas aquellas servidumbres de los colonizados, de aquellos que se desquitan sobre las mujeres el ser tan poco «hombres» ante el colono.
La escritura de Patricia está llena de esa violencia, de esa rabia que va de ella a los demás y de los demás hacia ella en un juego cruel, puesto que los libros deben llegar a su destino que es el lector y que ese acceso está muy bien controlado por aquellos que ya tienen un lugar en el parnaso, aquellos que temen perderlo, aquellos que temen ver u oír las verdades que tan difícilmente ellos callan o maquillan. Por eso vivir fuera, pretender ganarse un público lector que no esté contaminado por esa colonización de lenguaje, mente y costumbres era una buena solución, no solo para Patricia sino para muchos escritores y escritoras.
Patricia fue tejiendo una red de amigos escritores en Chile, Argentina, España, México, Francia. Se halló a veces en amistades generosas, publicó en editoriales valientes y valiosas pero cuando regresaba a Lima a ver a su familia, a hablar de sus libros, volvía siempre quejosa y decepcionada por la estrechez de un mercado que no podía/quería acogerla. No cabe en estas líneas conmovidas que escribo, embargada por la pena de haber perdido a una amiga/colega (como me llamaba ella escandalosamente), sacar a la luz mezquindades e ignorancias. Sin embargo, estoy segura de que el tiempo será justo con la obra de Patricia, cuyos últimos libros se alejaron de la ficción o auto-ficción que la ocupó unos años dirigiéndose sensiblemente hacia la reflexión, el ensayo, ese territorio entre el yo y los demás en el que se entabla la igualdad a través de las ideas sentidas, pasando por el cuerpo, la experiencia, lo sufrido y lo hermoso de la vida.
Este último año fue duro. Patricia estaba lejos, en Pau, desde hacía años y la veía menos. Nos leíamos mutuamente. Ella comentó mi última novela, yo leí extractos de Electra en algún evento; pero los tiempos eran difíciles, la situación en Venezuela la preocupaba y sufría por ese país más que por el Perú. Ese cariño le atrajo mucha hostilidad y crítica y era difícil hablar con ella de ese tema. Estaba herida y reaccionaba, como siempre, a su manera totalizadora aunque cuando estaba ante la hoja en blanco su pensamiento se hacía complejo y tierno, englobando toda su experiencia, todo su ser sensible en el mundo.
Año cruel, en el que la enfermedad atacó salvajemente no dejándonos el tiempo de reaccionar. Ella temía a la muerte, lo decía maldiciéndola, sin entender por qué le pasaba a ella algo así. La incomprensión le era insoportable, ella quería entender. Toda su vida se fue tratando de hacer inteligible su presencia en el mundo y su amor por el lenguaje al que pretendió descolonizar.
Patricia escogió solo tareas difíciles que le llevaron enteramente la vida y el tiempo, su cuerpo y su alma entre los cuales no había frontera alguna. Patricia fue la última persona que conocí que defendiera sus ideales sin temer ningún desdén o ridículo, sus opiniones o posturas eran claras, con la precisión y limpieza del corte quirúrgico. Pero se nos ha ido esta guardiana incorruptible antes de que pudiera cerrar el círculo de su pensamiento.
Ahora nos toca leer y publicar su obra, hacerla llegar, como ya se está dando, a nuevos públicos con la esperanza viva que el paso de Patricia sobre la tierra haya allanado en algo para las generaciones venideras las durezas del camino siempre escarpado del pensamiento y la creación.
Texto de la escritora y poeta peruana Grecia Cáceres.