En una librería, de una de esas mesas donde se asientan los best-sellers y las novedades, tomé con reticencia un ejemplar Me llamo Lucy Barton de Elizabeth Strout, la abrí por una página al azar y entonces decidí que me la llevaba a casa. ¿Por qué lo hice? Voy a explicarlo en los próximos párrafos.
En esta novela el nudo de la historia se centra en la estancia, en una habitación de un hospital neoyorkino, de dos mujeres: Lucy (a quien se le ha complicado una operación de apéndice) y su madre. Lucy es por aquella época (los primeros años ochenta) una mujer joven, con dos niñas pequeñas, cuyo marido horrorizado ante la idea de tener que pasar tiempo en el hospital, ha decidido llamar a su suegra para que acompañe a su hija. Nada de extraño si no fuera porque prácticamente ella no tiene contacto con la familia de Lucy. Las diferencias económicas y sociales entre ambas familias son abismales. El edificio Chrysler se convierte en el telón de fondo de los cinco días de reencuentro entre madre e hija. Durante cinco días las conversaciones entre ellas irán sucediéndose.
Sin embargo este encuentro, narrado en primera persona, no deja de ser excusa para que la protagonista (una popular escritora en el momento en el que escribe la novela) nos muestre cómo ha sido su vida. En la novela de Elizabeth Strout pesa tanto lo que se dice como lo que se intuye, lo que no llega a mencionarse. De una manera aparentemente desordenada, Lucy, en su papel de narradora, intercala diversos episodios de su vida, pequeñas pinceladas que permiten al lector formarse una imagen completa del periplo vital de la protagonista y su familia. Se compone un cuadro sobre la falta de comunicación, el deseo de ser amada y de amar, la pobreza extrema y el desprecio que generan los pobres, el maltrato infantil (supuestamente realizado con la mejor de las intenciones), la falta de expresión de sentimientos, el odio y temor hacia el mundo gay, la cobardía y los libros como tabla de salvación…
Esta es una historia de amor, una historia sobre la condición humana, sobre personas atormentadas por su pasado y que atormentan el futuro de sus hijos, provocando unos efectos desastrosos en ellos. Una historia en la que el amor es imperfecto, doloroso y a veces dudamos de que efectivamente pueda llegar a ser considerado como tal.
Otro de los temas esenciales de la novela es la soledad, la protagonista padece una soledad casi absoluta, una situación que parece que solo los extraños pudieran solucionar: el médico que viene a visitarla hasta dos veces al día sin tener obligación de hacerlo, su vecino Patrick, el profesor de su infancia que la reivindicó ante sus compañeros de clase… Parece que se hiciera cierta aquella afirmación de Blanche Dubois, cuando al final de Un tranvía llamado Deseo (Tennesse Williams) decía eso de “siempre he confiado en la bondad de lo desconocido”. También Lucy confía en los desconocidos y crea con ellos un lazo de gratitud.
Más allá de la relación de Lucy con sus padres, su esposo e hijas o con sus amigos, hay un mundo que ofrece protección a la protagonista: los libros. Primero como lectora y posteriormente como escritora, recurre a ellos para formarse y para explicarse a sí misma. Los libros son los responsables de que sienta calor durante su infancia, de mantenerla alejada de la pobreza extrema y el frío de su casa, siquiera temporalmente. Cuando alcanza la edad adulta y comienza a escribir, se relaciona con otra escritora a la que admira y que le enseñará, en un curso de escritura, a enfrentarse al papel sin juzgar. Esa escritora se llama Elizabeth Payne y es quien le muestra que, en realidad, todos escribimos una única historia a lo largo de nuestra vida, de mil maneras diferentes, pero una sola. La relación entre ambas, si bien somera, no tiene desperdicio.
Esta novela escrita de forma sencilla, compuesta como un cuadro impresionista, a base de pequeños detalles certeros que conforman una visión completa de la vida de una mujer, es emocionante y de las que te arrastran a leer de principio a fin. Una historia en la que la “teoría del iceberg” encuentra pleno sentido, en la que los silencios asustan y conmueven tanto como las palabras.
Elizabeth Strout, la autora, es una escritora estadounidense de sesenta años (¿la edad que tendría Lucy en la actualidad?). En 2009 ganó el Premio Pulitzer por su novela Olive Kitteridge, otra de sus obras más laureadas es The Burgess Boys (que está siendo adaptada al cine por Robert Redford). Licenciada en Leyes y Gerontología ha ejercido, entre otras labores, como profesora de escritura creativa.
En definitiva Me llamo Lucy Barton es una novela emocionante y cálida. Puede una dejar de lado sus prejuicios para leerla, de vez en cuando mirar la mesa de novedades y best sellers no es una mala idea (no tan mala como me parecía al principio).
Elizabeth Strout, Me llamo Lucy Barton, trad. Flora Casas, Duomo editorial, 2016, 224 p.